25.7.13

Un jueves en Medellín

Somos marido y mujer, pero como ella cree que la convivencia mata la pasión, preferimos seguir viviendo cada uno en su propia casa

Ilustración Raquel Marín./elpais.com
 
Mi esposa y yo vivimos separados. Quiero decir que somos marido y mujer, pero como ella cree que la convivencia mata la pasión, preferimos seguir viviendo cada uno en su propia casa. Yo vivo solo, y ella con sus niños, que son dos, y no hijos míos, sino fruto de su vientre en el primer matrimonio que tuvo, con un arquitecto. Un día, con el pretexto de que estoy medio viejo y una vez me desmayé en un restaurante, ella me pidió las llaves de mi casa. “¿Qué tal que estés solo y te vuelva a dar un patatús y yo no pueda entrar a rescatarte, a llevarte por ejemplo al hospital?”. “O por ejemplo al asilo… tienes razón…”, le dije yo. Y le entregué una copia de las llaves. “Pero debes darme las tuyas tú también, en reciprocidad. ¿Qué tal que un día tus hijos te estén dando una paliza y yo no pueda entrar a rescatarte?”. No sin cierta reticencia, ella accedió.
Ella no ha usado nunca las llaves para entrar en mi casa, que yo sepa, ni yo tampoco he usado las suyas para entrar en su casa cuando ella no está. Solo que el otro día se me metió en la cabeza que algo raro estaba pasando allá. Los hijos se habían ido con el arquitecto toda la semana y la actitud de mi esposa me resultó un poco extraña. En vez de venir a visitarme o de invitarme a comer, sacó unas disculpas absurdas para que no nos viéramos ni el martes ni el miércoles. La idea confusa siguió creciendo en mi cabeza y el jueves por la tarde la llamé por teléfono. Ella me dijo que estaba yendo al cine con Lina, su mejor amiga. El pálpito creció. Corrí a su casa, que está como a 10 manzanas de la mía; el portero me conoce y me dejó pasar aunque, advirtió, “la señora no está”. Subí los ocho pisos en el ascensor. Todo estaba en silencio, en orden. Aunque ella no compra flores, había un ramo de rosas en el florero de la sala. El caos de juguetes de los niños había sido ordenado en la habitación de las dos camas simétricas. Fui al cuarto de mi esposa. La cama tendida; ningún olor extraño. Sin embargo a un lado de la cama había un maletín de viaje. La etiqueta de Avianca, todavía en el asa de la maleta, decía Mr. Ferro.
Vi que Mr. Ferro había tomado un vuelo Barranquilla-Medellín el día anterior. A veces mi mujer, que es veterinaria, hace asesorías para el zoológico de Barranquilla. Puse el maletín sobre la cama y lo abrí. Poca ropa de hombre, como para dos noches; un par de calzoncillos negros. Una bolsa de remedios, y en ella cepillo de dientes, curitas, pastillas para bajar la tensión y un sobre de seis preservativos, rojos, al que le faltaban dos. Una loción pour homme (para hombre) de un aroma asqueroso. Lo más extraño de todo es que también había dos bolsas de champiñones. Blancos, frescos, olorosos. Volví a cerrar el maletín, lo devolví a su sitio y salí del apartamento de mi mujer.
Esa noche no hice nada, ni al día siguiente, pero el sábado salimos a comer. Traté de abordar el asunto de un modo indirecto, lejano: “¿Sabes una cosa?”, le dije, “yo detesto los calzoncillos negros de hombre”. Abrió los ojos grandes, pero la voz sonó serena cuando preguntó: “¿Y eso por qué?”. “Por razones obvias, porque no se les ve el mugre…”. “La mugre, querrás decir”. “Eso”, contesté yo y ella cambió de tema. Cuando vino el camarero le pregunté: “¿No tendrían por casualidad champiñones al ajillo? No me han gustado nunca, pero hoy los quiero probar”. Mi mujer volvió a abrir los ojos un poco más de lo normal y yo le sonreí.
No había champiñones y a mi mujer le trajeron langostinos. Cuando empezó a elogiarlos, le pregunté, seco: “¿Quién es Ferro?”. “¿Qué?”. “Que quién es Ferro”, insistí. Hizo con la boca ese gesto que detesto que es retorcer los labios cerrados hacia un lado. “Vi el maletín, vi los calzoncillos negros, vi los condones, olí la loción (asquerosa), vi los champiñones”. “No tienes derecho”, dijo, en voz muy baja, pero iracunda. “Tú me diste las llaves”, dije. “Y tú a mí. Hace dos meses, un neceser azul. Vi el pintalabios, el perfume (asqueroso), las bragas rojas; no había condones, pero estos espero que te los hayas puesto tú”. Tragué saliva. Probé el mero a la plancha. Llamé al camarero y le pedí una botella de cava catalán.
Mi esposa y yo vivimos separados. Quiero decir, somos marido y mujer, pero como ella dice que la convivencia mata la pasión, preferimos seguir viviendo cada uno en su propia casa. El otro día, no sé por qué, se me metió en la cabeza que. Etcétera.
Héctor Abad Faciolince, escritor colombiano. Su última obra es Testamento involuntario.

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