8.7.13

El arte de injuriar

Como un faro que encandila a académicos, funcionarios y periodistas, las diatribas de Fernando Vallejo no han sido para nada secretas ni dichas en voz baja. Por el contrario, las fue vociferando en conferencias, congresos literarios y publicaciones prestigiosas de América Latina, discursos y presentaciones de libros. Esta curiosa práctica del gran autor colombiano fue finalmente condensada en Peroratas, summa de improperios, insultos y soliloquios sobre cómo debería funcionar el mundo si el hombre no fuera un cretino sin redención

Fernando Vallejo, en Buenos Aires./Pablo Saviano /pagina12.com.ar

¡Qué divertido leer a Vallejo! Qué manera de reírme: a las carcajadas. Aunque también hace mal, produce desasosiego, empuja a la desesperanza. Su padre le puso La esperanza a una finca que tenían en San Carlos, Antioquia, pero todo les salía torcido, las vacas no engordaban, el capataz les robaba, puros problemas. Tuvieron que malvenderla. Vallejo da risa, pero además deja como una borra resacosa, que apesadumbra: meta hablar de la muerte, la muerte, los gusanos, que luego no hay nada, que mejor no haber nacido, que por qué lo tenían que traer al mundo, uf. El mismo ya está muerto, dice. Aunque unas páginas más allá cuenta que los muertos lo tironean desde sus tumbas, y que él resiste, porque está vivo, pues. ¿En qué quedamos? ¿Está loco, Vallejo, que dice que los locos son Cristo, el Quijote, el Papa, los papas, toda gente muy protagonista? El protagonismo es una enfermedad de estos tiempos, alumbra, cascote en mano: tiene razón. ¡Y qué manera de cascotear! Pero con argumentos y enjundia, todo sólido. O no tanto, pero qué producción de frases bestiales. Ratzinger, Wojtyla, Su Majestad don Juan Carlos I de Borbón y Borbón, el culibajito Alvaro Uribe, Tirofijo, Fidel Castro, los ecologistas de Greenpeace, los políticos, las paridoras, los comunistas, la democracia, España entera, Colombia entera, en fin, la humanidad: cascoteados todos por Vallejo. Piedras de palabra, que qué van a doler: ¿o sí? Según cada cual. A Gabriel García Márquez, su compatriota, le dedica un par de peroratas: que es un soberbio omnisciente que narra en tercera persona, que tiene vocación latinoamericanista, que es un lambeculos de Fidel, que Cien años de soledad es una porquería y que hasta le plagió su tono a Balzac. Apale: ahí la simpatía se me va a la banquina, tantos libros que disfruté de García Márquez, tantos escritores dándole palos para ganar protagonismo. En cambio, cuando la emprende contra la Iglesia, ¡Vallejo es un campeón! Por un artículo llamado “Leyendo los evangelios”, publicado en la revista Soho, lo demandaron por agravios a la religión, lo querían meter preso. La Biblia, el Vaticano, los apóstoles, los obispos y papas pro-nazis, la Inquisición, el padre, el hijo, el espíritu santo, amén: no deja títere con cabeza. ¡Cuánto desparpajo e irreverencia! Pero a lo de Cien años de soledad no puedo dejarlo pasar: quedé resentido. Ya pasará. ¿Y cuando dice que los periodistas aniquilan al escritor, que estamos entre sus peores enemigos, que todo lo banalizamos o lo tergiversamos o estupidizamos? Eh: acá el piedrazo da en el ojo. ¿Seguiré tuerto?

¿EN QUE LIMBO?

Peroratas, el libro de Vallejo que acaba de publicarse aquí, reúne una serie de treinta y dos textos suyos, artículos, conferencias, discursos, ensayos, más algún prólogo, que fueron publicados y/o pronunciados en diversas ciudades de América y Europa entre 1996 y 2012, en circunstancias varias: la recepción de un premio o de un doctorado honoris causa, la publicación de algún libro, las diatribas a través de diario o revista por algún asunto o personaje, como las que emprende contra el rey de España por sus faenas de caza mayor, o contra García Márquez (se publica en este volumen un escrito que le rechazó la revista El Malpensante). Vallejo asevera que odia a las religiones, en especial a la católica: “En la que nací, pero en la que no me pienso morir”. Este antioqueño radicado en México dice que Dios no existe y que si existe “es malo”; que Cristo no existió y que si existió fue un loco rabioso; y que el cristianismo ha sido desde que empezó una inmensa farsa y una empresa criminal. “Por imposibilidad ética Dios no puede existir –sostiene–. No puede haber un ser tan malo que pudiendo dar en su omnipotencia la felicidad dé el dolor. Y si no miren en torno, el horror por todas partes: enfermedad, vejez y sangre y muerte. Y esta vida efímera del hombre con un ansia burlada de eternidades.”
El papa Wojtyla es “una antigualla de mente estrecha, perverso como no se lo soñó en su peor pesadilla Lutero”; Ratzinger es “el gran inquisidor” y un hipócrita con el nazismo: “doña Benedicta”, por ejemplo, beatificó al cardenal Von Galen, simpatizante del Führer; Juan XII, un violador. A lo largo del libro aparece una y otra vez (con repeticiones, incluso) esta causa (¿militancia?) de Vallejo, híper concentrada y desarrollada en el volumen La puta de Babilonia, que publicó en 2007. Si a propósito del cambio de milenio lo invitan a Amsterdam para dar una conferencia sobre “La Patagonia, el fin del mundo”, él arranca así: “Yo lo único que sé de la Patagonia es que queda por allá: abajo, abajo, en el culo del mundo”. Y al toque la emprende: “¿Por qué ha de partir la historia de la humanidad en dos este buen hombre de Cristo? ¡A ver! ¿Qué ópera maravillosa compuso? ¿Don Giovanni? ¿La flauta mágica? ¿El rapto en el serrallo? ¿Qué misa, qué cantata, qué réquiem? ¿A quién le dio trabajo, que industria fundó, qué inventó? ¿El salvavidas? ¿El sacacorchos? ¿Los tenis Reebok? Nada, nada compuso, nada inventó, puro cuento. ¿Que es la segunda persona de la Santísima Trinidad? Pues si es así, ¿dónde estaba entonces hace tres millones y medio de años cuando nuestra abuelita Lucy, el Australopitecus afarensis, se paseaba en pelota en Etiopía por el valle de Hadar? ¿En qué limbo?”
Cuenta Vallejo en el prólogo que los holandeses se levantaban en medio de la conferencia y le revoleaban los audífonos. A Cristo le reprocha que no tenga palabras piadosas para los animales, que son el gran amor declarado de Vallejo. Y ése es otro de los temas que abundan mucho en estos textos, su defensa enfática de vacas, ballenas, ratas, delfines, elefantes, osos, caballos, chimpancés, perros, contra el dolor que les produce el hombre. Una defensa, especifica, sobre todo de los animales con un sistema nervioso complejo. Es fama que donó el dinero de los premios Rómulo Gallegos y el de la Feria de Guadalajara a entidades dedicadas a proteger perros callejeros en Caracas y en México. En “Los impensados caminos del amor”, una conferencia que dio en Bogotá, contó su historia con Bruja, una perra gran danés que vivió con él trece años, un récord para su raza. “¡Cómo no los iba a vivir si yo viví para ella! –cuenta Vallejo–. Si le hervía el agua, le daba jamón, pollo, leche, carne, arroz, huevos, queso, y entre comida y comida aperitivos, antojitos, pasabocas, delicatessen...” ¡Eh!: ¿y ese jamón, qué? “Los cerdos, mis hermanos los cerdos”, decía Vallejo ante los holandeses, y también: “Después de quince años que me he pasado estudiando biología hoy sinceramente no alcanzo a ver mayor diferencia entre una mujer y una vaca, como no sea que una vaca con cinco tetas da más leche que una mujer con dos”.

UN PENSADOR DESCABELLADO

Vallejo también la emprende mucho contra lo que llama “la paridera”: imponer la vida es el crimen máximo, dice, bastante seguido. Que el mundo está superpoblado y deteriorado. “No se reproduzcan, que nadie les dio ese derecho”, les aconseja “A los muchachos de Colombia”. “A las madrecitas de Colombia” las trata de “minusválidas morales” y les recomienda que aborten. “Dejen tranquilo al que no existe, ni está pidiendo venir, en la paz de la nada –escribe–. Total, a ésa es a la que tenemos que volver todos. ¿Para qué entonces tanto rodeo?” La idea de sexo unido a la reproducción lo mantiene al borde del psiquiatra, dice. “La reproducción es fea, engorrosa, embarazosa, y le toma a la mujer nueve meses que bien podría aprovechar en componer una ópera –escribe–. No. Se va inflando, inflando, inflando, como un globo lleno de humo, pero que no es capaz de alzar el vuelo. Y ahí van estos adefesios grávidos retenidos por la gravedad, desplazándose sobre la faz de la Tierra como barriletes con dos patas. Embarriladas de satisfacción y poniendo cara de Giocondas. ¡Ay, que dizque si no tienen un hijo no se realizan como mujeres! Que es una cuestión fisiológica. ¡Y qué tal si para realizarme fisiológicamente yo me diera por salir a la calle a violar fisiológicamente lo que se me antoje! Una mujer embarazada no sólo es un atropello a la ética, es un atentado a la estética. La maternidad degrada a la mujer, la vuelve una vaca. Con perdón de mis hermanas las vacas.”
Los pobres y los feos, dice Vallejo, son los que menos derecho tienen a reproducirse, “porque los pobres y los feos multiplican la fealdad y la pobreza, según ley del horror exponencial que yo descubrí y que dice: Nunca ha habido tantos pobres ni tantos feos sobre esta Tierra como hoy. Mañana habrá más”. Tiene otra frase muy ingeniosa: “Pobres ricos padeciendo la plaga de los pobres. Los pobres son una carga para los países y la gente honrada. Comen mucho y hacen poco, destruyen las universidades y por donde pasan arrasan y si uno les da chance, lo roban”. En una conversación por chat reproducida (¡vade retro!) en la revista Soho, el periodista y escritor Héctor Abad Faciolince le dijo a Vallejo: “Te considero, al mismo tiempo, un genio literario y un pensador descabellado. Tus libros tienen una fascinación de sueño, y tus ideas, de pesadilla”. Conviene detenerse en el título que escogió para el libro: las peroratas tienen sus componentes de molestia y de inoportunidad, y por definición acaso no tienten a ser tomadas demasiado en serio. Vallejo se ríe, de hecho, de los autores solemnes, que le dan excesiva importancia a su propia obra.
A Vallejo le importa la vitalidad, la provocación, la música viva del lenguaje, la transgresión. Cada tanto, entonces, imprime un sacudón, un grito, un improperio: a veces es para decir que Colombia es el peor sitio del mundo, otras para contarlo como el paraíso perdido (y diga lo que diga, su sentir está ahí). A aquella pena por la “vida efímera del hombre”, de su ansia burlada de eternidades, puede compensarla con lo que sigue: “Todo se acaba, todo pasa: la gente, las casas, las calles, los barrios, las ciudades, los países... Y los mundos también: hacen ¡pum! ¡Fantástico! ¡Que venga el apocalipsis y que vuele esto en fuegos de artificio. Total, el plan creador de Dios resultó un fracaso, y el quinquenal del Partido Comunista ni se diga”.
El Quijote le parece el personaje más contundente de la literatura universal, porque es el que más habla, dice, y el que, en consecuencia, tiene más peso. El temperamento de Vallejo quizás esté en este tramo de un parlamento del Quijote, que cita: “‘Sois un grandísimo bellaco y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió’. ¡Eso es hablar, eso es existir, eso es ser! ¡Ay, ‘to be or not to be, that is the question!’. ¡Qué frasecita más mariconcita! ¿Hamlecitos a mí?”.
Así que causa risa, pero además se pone insoportable. Y echa rayos con sus definiciones fulminantes, y también puede alumbrar, con su desbocamiento, con su erudición. Que asoma, esta última, por ejemplo, en “La verdad y los géneros narrativos”, el más antiguo de este conjunto de textos, en el que las irreverencias aparecen más contenidas, en el que desgrana a través de la historia la evolución del uso de la primera y la tercera persona a la hora de narrar (es sabida de su militancia por el yo). “Es que tres milenios de omnisciencia en la literatura de Occidente hacen milagros –escribe–. De omnisciencias por parte del autor y de credulidad por parte del lector, ambas sin límites.” Tanto no hay que creerle, pues: no lo saca del verso escribir en primera persona.
Peroratas. Fernando Vallejo Alfaguara 316 páginas
En Peroratas también puede encontrarse, entre tanta revulsión, alguna escena melancólica, al final de “Los difíciles caminos de la Esperanza”. Cuenta Vallejo que mientras veía subir a su padre y a sus hermanos hasta la cima de una montaña coronada con una estatua de Cristo Rey, en una finca familiar, él se instalaba a leer de todo, literatura, historia, biología, filosofía, teología, lo que fuera, porque sabía que algún día iba a tener que hablar. “A ratos –escribe– ponía el libro a un lado y empezaba a subir con la imaginación por la montaña, saltando de piedra en piedra por sus cascadas rumbo a las nubes desde las que se soltaban los aguaceros, hasta que llegaba a la cima donde estaba, abriendo sus brazos en cruz como para abarcar Colombia, Cristo Rey. Me pasaba delante de la estatua sobre el abismo, abría los brazos como él, y mis brazos se convertían en alas. Entonces me volvía un cóndor y emprendía el vuelo, el más espléndido vuelo sobre mis valles y mis ríos y mis montañas, y me iba volando, volando, muy alto, muy alto, donde no me podían alcanzar las balas, contra el cielo azul.”

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