9.7.13

Dejar de escribir, dejar de sufrir

El mes pasado la autora Alice Munro -considerada un Chéjov de nuestros días- anunció que dejará de escribir. El año pasado lo hizo también Philip Roth. Ambos declararon sentir un enorme alivio al tomar la decisión. Aunque esto de jubilarse públicamente es una novedad en el mundo de los escritores, hay una larga tradición de abandonos a la literatura. Esta nota cuestiona si para un escritor comprometido es realmente posible dejar de escribir

El escritorio de Alice Munro. Dijo que no escribirá más.Ian Willms. The New York Times/revista Ñ
 
El lunes The New York Times reportó que la aclamada escritora canadiense de cuentos cortos, Alice Munro, anunció que no iba escribir más. Ya había amagado con el retiro voluntario en el 2006, cuando dijo en una nota al Toronto Globe and Mail: “No sé si tengo la energía para seguir haciendo esto”. Sin embargo, en 2012 sacó su libro número 14. Pero ahora, a punto de cumplir 82 años, dice que el abandono es definitivo. “Me siento un poco cansada, pero agradablemente. Tengo una sensación agradable de ser como cualquier otra persona”, le dijo a The New York Times. Agregó, sin embargo: “También significa que me he quedado sin la cosa más importante en mi vida. No la cosa más importante. La cosa más importante era mi marido, y ahora se han ido los dos.”
Cualquier persona que presta atención a las noticias sobre escritores ya habrá pensado en el ejemplo reciente de Philip Roth, que también anunció, el noviembre del año pasado, que dejaba de escribir. Sobre su computadora, en su departamento en Nueva York pegó un Post-It que decía: “La lucha con escribir se ha terminado.” En una entrevista, también con The New York Times, dijo: “Miro ese apunte toda las mañanas y me da una gran fortaleza.”
Munro, por su lado, dijo que el ejemplo de Roth –quien cumplirá 80 años en Marzo– le había inspirado muchísimo en tomar su decisión: “Pongo mucha fe en Philip Roth. Parece estar tan contento ahora.”
Hace sólo una generación alguien de ochenta años ya era un anciano, pero hoy hay varios ejemplos de personas de esa edad que están tan lúcidos, sanos y activos como una persona de la mitad de su edad. En literatura podemos citar a Cormac McCarthy, que a los 79 años está por estrenar una película cuyo guión escribió. James Salter, que con 88 años acaba de publicar una novela extraordinaria. William H. Gass, también acaba de publicar una contundente novela. Como Salter, tiene 88.
Todo esto nos lleva a una serie de preguntas abstractas: siendo un escritor de verdad, ¿se puede dejar de escribir?; ¿se puede jubilar –de veras– un escritor?; ¿escribir es sufrir? ¿escribir es una condena –y la manera de liberarse de esa condena– los dos al mismo tiempo?
Munro y Roth no son los primeros escritores en abandonar la literatura. Lo que los distingue es que han declarado su retiro públicamente. Viendo algunos casos históricos, tal vez podamos sugerir posibles respuestas a estas preguntas que acabamos de plantear.
El abandono más famoso –y más enigmático– de la vida literaria es el de Arthur Rimbaud (1954-1891). Entre los 16 y los 20 años escribió poemas que lo han ubicado en los puestos más altos del panteón de la literatura universal. Pero los últimos 17 años de su vida, aproximadamente, vivió otra vida, completamente amputado de la literatura. No hay una carta, o un ensayo, o un registro de una conversación que explique este abandono. ¿Se le fue el don? ¿Dijo todo lo que quiso o pudo en esos cuatro años dionisíacos de su juventud? No se sabe.
Menos dramático, pero casi igual de misterioso, es el caso de J.D. Salinger (1919-2010). Tras escribir casi 20 cuentos y una novela que aun hoy son venerados, abruptamente y sin aviso, alrededor de los 42 años, dejó de publicar. Vivió hasta los 91 años. Aún se especula y se espera que haya una gran obra secreta póstuma, porque lo único que salido a la luz hasta ahora es una serie de postales que escribió a un amigo en Inglaterra. Su contenido es tan banal que si no fuera por la figura que las escribió no tendrían ningún valor literario. Como Rimbaud, nadie puede afirmar por qué dejó de escribir. ¿Se cansó? ¿Le pareció una actividad impura espiritualmente? (Tenía un interés documentado en el budismo Zen). No se sabe.
Más cerca a nuestros tiempos está el penoso caso de David Foster Wallace (1962-2008). A los 34 años publicó una gigantesca novela –La broma infinita– que fue un éxito en todos los términos posibles: lo hizo famoso, lo estableció como El Escritor de su generación… Pero también le impuso un estándar para superar que le resultó insoportable. Temía que nunca podría escribir, nuevamente, una cosa parecida. De hecho, nunca lo hizo. Se suicidó a los 46 años, ahorcándose en su garaje –que usaba como estudio– encima de una prolija pila de carpetas que eran el manuscrito de la novela que se publicó de manera póstuma e incompleta, con el titulo El rey pálido. Aunque Foster Wallace abandonó la escritura de la forma más definitiva –la muerte– su biógrafo, D.T. Max asegura que estaba pensando seriamente en abandonar la literatura y tal vez dedicarse a cuidar perros abandonados. ¿Su suicidio fue, básicamente, una forma de dejar de escribir? No se sabe. 
Esto, rápidamente, se podría convertir en un juego de salón. Juan Rulfo, E.M. Forster, Imre Kertész, hasta Gabriel García Márquez, podrían ser casos de estudio. Stephen King intentó jubilarse, pero no pudo. Tolstoi escribió en su pequeño libro, Confesión, que haber escrito La guerra y la paz y Anna Karenina, al fin no le ayudó en lo más mínimo encontrar una paz interior o el sentido de la vida.
En un post del blog de la revista The New Yorker, el periodista Ian Crouch hace una excelente acotación en referencia a este tema:

El anuncio de jubilación de un novelista se conecta al modelo actual de la fama en el cual personas públicas –incluso algunos escritores– son observados muy de cerca y están casi obligados a compartir sus quehaceres con su audiencia. Sin dudas, para que la jubilación de un escritor se note, ese escritor tiene que ser muy famoso. (Nadie se dio cuenta cuando Herman Melville dejó de escribir novelas.) Los seguidores modernos de artistas, celebridades y otras figuras públicas esperan estar informados sobre ellos, y hasta se ponen impacientes cuando estiman que la producción de un escritor es muy lenta. Y ningún escritor –aun uno mayor y con grandes logros– quisiera ser considerado vago o, peor, trabado. Una jubilación declarada cesa con toda especulación. Salinger podría haber aprendido de esto: nadie va a venir a espiarte en tu casa buscando pistas sobre tu próxima novela si saben que no estás escribiendo una.

En otro articulo muy bueno sobre este tema en el sitio The Millions, el escritor Bill Morris cuenta una anécdota sobre un taller literario de Reynolds Price (un importante y prolífico escritor del sur de los Estados Unidos, desafortunadamente no traducido al castellano). Un día Price les pone una tarea a sus alumnos para la próxima clase. Les dice a los jóvenes aprendices que por una semana tienen que guardar los cuentos en los que están trabajando y no pensar en ellos. No pueden agregarle o sacarle ni una coma. Se reúnen la próxima semana y Price pide que alcen la mano los que cumplieron con la asignatura. A ellos, tal vez cruelmente, les dijo que deberían considerar abandonar el curso. Dijo que cualquiera persona que es capaz de dejar de escribir por una semana entera (o hasta por un solo día) nunca va ser un escritor. 
Pero por otro lado, está la idea –coherente también– de que cada persona tiene una cantidad limitada de libros dentro sí mismo. Esforzarse a escribir y publicar más allá de lo que uno tiene para decir con fuerza y originalidad es nada más que frotar el ego. Esta idea la expresó con mucha ironía Macedonio Fernández en una carta escrita en 1929, cuando tenía 55 años:

Lo bueno es que yo quería este año agotar toda mi carrera literaria. Es decir: concluir y publicar mi novela, corregir el libro anterior y publicar lo humorístico que ya tengo hecho. No puedo ser escritor perpetuo y empezar con tonterías de viejo; yo no creo en los viejos: la bondad es el único ornato y misión de los viejos; después de los 45 años no se debe escribir y si lo hago es porque todo lo tenía pensado y escrito casi antes de los 40. Después de este año yo no escribiré más y no daré el lamentable espectáculo de los seniles que creen que la humanidad no da un paso si no lee un artículo de sandeces sabias de un anciano célebre. Es una esclavitud abyecta y estéril la de un Bernard Shaw, Lloyd George o Chesterton informando al mundo de los chispazos moribundos y siempre huecos de su cerebro petrificado, esclerosado.”

Macedonio vivió hasta los 78 años. Escribió hasta el final, aunque solo fuera sobre papeles sueltos que después –famosamente– tiraba a la basura, o abandonaba en sus múltiples mudanzas. 
Esta nota, inevitablemente, no puede tener una conclusión o una respuesta definitiva. Pero podemos cerrar citando una escena de la magnifica obra para televisión de Dennis Potter, The Singing Detective. El protagonista de la obra es un escritor de novelas detectivescas que está en un hospital público siendo tratado por un agudo caso de psoriasis. La trama de la obra gira alrededor de tres escenarios: el hospital, donde el protagonista está inmovilizado en su cama; los recuerdos de éste mismo personaje en su niñez; y, finalmente, la trama de la novela que escribe en su mente.
En un momento, un verborrágico paciente en la cama al lado del escritor le pregunta: “¿Qué es lo que haces todo el día allí callado en tu cama?”. Y el autor le responde: “Estoy escribiendo”, lo cual dispara una risa burlesca de su compañero. “¿Qué te pasa?”, responde, indignado, el autor. “¿Piensas que solo se escribe con papel y lápiz sentado en un escritorio?”
Por más que Roth o Munro anunciaron su retiro nunca dejarán de escribir. Hasta se podría decir que Rimbaud y Salinger y Tolstoi y Macedonio Fernández y Foster Wallace –todos muertos– no han dejado de escribir y no podrán parar de escribir. Hay ciertos sujetos para quienes meramente vivir no es suficiente. El misterio de la existencia les resulta tan abundante, tan preocupante, que no pueden silenciarse frente a ello. Se ponen a escribir y eso los apacigua. Los hace sentirse menos solos. Les hace sentir, aunque sea por un momento, la ilusión de la eternidad. Hacen libros para que los que no escribimos podamos compartir ese nirvana artificial. O tal vez sea real. Todo es un misterio. Pero una vez que empieza, no termina más.

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