18.2.12

Stefan Zweig: Entre Brasil y la Argentina

Las divisiones políticas en Argentina asustaron al escritor austríaco. Por eso eligió Brasil para pasar sus últimos años, dice su biógrafo Alberto Dines, autor de Morte no paraíso
Zweig y Charlotte Altmann, la secretaria a la que hizo su esposa, yacen juntos, una vez consumado el suicidio. foto.fuente:adncultura.com

"Como el mundo está convencido de que no puede depender de la prosperity americana, para nosotros América del Sur surge como una esperanza viva." En 1932, después de la Gran Depresión que hizo tambalear a Estados Unidos y sacudió el avispero político europeo, el escritor austríaco Stefan Zweig (1881-1942) estaba seguro de que la Tierra Prometida se hallaba en estas latitudes, más precisamente en la Argentina. Así se lo transmitió en varias cartas a su amigo Alfredo Cahn, un suizo radicado en Buenos Aires, periodista, traductor de la obra de Zweig al español y su agente literario en nuestro país.

Extractos de esa correspondencia, así como comentarios sobre los dos viajes de Zweig a la Argentina -que terminaron convenciéndolo de que El Dorado que tanto anhelaba no se encontraba aquí, sino en el vecino Brasil-, forman parte de la cuarta edición, ampliada, del libro Morte no paraíso (Editora Rocco), del brasileño Alberto Dines, que está a punto de publicarse, en conmemoración del 70° aniversario del suicidio conjunto de Zweig y su esposa en Petrópolis, el 23 de febrero. Reconocido periodista, fundador del sitio Observatorio de la Prensa y director, a lo largo de su carrera, de varios diarios y revistas, Dines, de 79 años, espera traducir pronto el libro al español.

"Zweig, que en su época era considerado un consagrado escritor, novelista y biógrafo, se volvió más conocido para las generaciones siguientes por su ensayo Brasil, país del futuro . El título se convirtió en una suerte de broma o maldición para Brasil; una eterna promesa que nunca se alcanzaba y que ahora muchos creen que se está concretando. Pero en realidad, muy poca gente sabe que todo comenzó por su interés por la Argentina", contó Dines a adn .

Miembro de una adinerada familia judía de Viena, Zweig estudió filosofía y comenzó su carrera literaria publicando ensayos en el feuilleton cultural del diario Neue Freie Presse, que estaba dirigido por Theodor Herzl, el fundador del movimiento sionista moderno. Aunque Zweig no era muy practicante, tampoco rechazaba su religión. Y pese a tener una visión política clara, no integraba ningún partido.

"En esos años, Viena era una fábrica de utopías, y él era un idealista que estaba siempre en búsqueda de la perfección. Era un idealismo en la tradición de Goethe; desde temprano, él se consideraba un europeo, mucho antes de que existiera la concepción de una Europa unida", explicó Dines.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, influenciado por las ideas del escritor francés Romain Rolland, a quien consideraba su maestro, Zweig adoptó un profundo pacifismo, que lo acompañaría toda su vida. Antes de que el conflicto acabara, publicó una obra de teatro, Jeremías , un drama poético contra la guerra y el triunfalismo, que, según él, generaba más guerras. La pieza fue un éxito y lo volvió conocido.

Ya para los años 20, después de haber escrito las novelas Amok , La confusión de los sentimientos y Carta de una desconocida , y biografías de Dickens, Dostoievski y Nietzsche, Zweig era un autor famoso en todo el mundo. Un escritor "comercial" gracias a que había explotado dos "nichos de marketing " nuevos: el público femenino y el psicoanálisis (era amigo personal de SigmundFreud).

Con Europa revuelta por las fuerzas nacionalistas, se lanzó a una búsqueda del país ideal, perfecto. Recorrió la India, Suiza, Estados Unidos, el Caribe, y en 1928 aceptó una invitación del escritor ruso Máximo Gorki para visitar la Unión Soviética. Aunque reconoció grandes conquistas sociales, muy poco después los informes de los asesinatos y los campos de concentración lo desencantaron. Fue entonces cuando, tras leer Memorias sudamericanas , de Hermann von Keyserling, se apasionó por la idea de conocer América del Sur, y especialmente la Argentina.

"Sé muy bien que la vida intelectual allí da grandes pasos y creo que después de algunos años de inmovilidad en el idioma español, un nuevo impulso vendrá de la Argentina", escribió a su amigo Cahn en Buenos Aires.

Por diversos motivos, dos viajes que planeó entre 1928 y 1932 se cancelaron, y en 1933, con el ascenso de Hitleral poder, temeroso por su futuro, decidió finalmente abandonar Viena e instalarse en Londres con su primera esposa, la también escritora Friderike Winternitz. En 1936 le llegó una invitación del PEN Club para participar en su congreso internacional, que se iba a realizar en Buenos Aires. Casi al mismo tiempo, un joven editor brasileño, Abrahão Koogan, le escribió con la intención de empezar a publicar su obra en portugués, y al enterarse de que pensaba viajar a la Argentina, lo invitó a pasar antes por Río de Janeiro, por entonces capital de Brasil.

"Koogan le consiguió una invitación como huésped oficial del presidente Getúlio Vargas. Lo ubicaron en el Copacabana Palace, el mejor hotel de la ciudad, y se le hizo una recepción en el Palacio de Itamaraty. Comenzaron así encuentros muy agradables para él, con conferencias, cócteles con mujeres muy lindas y exóticas, morenas, mulatas", relató Dines, quien recordó que para entonces Zweig ya estaba mal con su esposa y todavía no había comenzado el romance con su secretaria, Charlotte "Lotte" Altmann, casi 30 años más joven que él. Se casaría después con ella, y se suicidarían juntos.

Según consta en sus diarios de viaje, Brasil fascinó a Zweig desde el primer momento. Quedó encantado con las diferentes tonalidades de piel y la ausencia de prejuicios raciales. "Descubrió aquí una cordialidad, una bondad que le gustó mucho. Él pensaba que esa convivencia pacífica que halló estaba en las antípodas de lo que sucedía en Europa", apuntó Dines.

Al desembarcar en Buenos Aires, en septiembre de 1936, el ambiente le pareció más pesado. La Argentina ya vivía apasionadamente la Guerra Civil Española. El clima político estaba muy convulsionado, con el país fracturado entre los que estaban a favor y los que estaban en contra del fascismo. El Congreso del PEN fue un hervidero de debates, en los que participaron escritores como Jules Romains, Emil Ludwig, Filippo Tommaso Marinetti y Giuseppe Ungaretti, además de los locales Victoria Ocampo, Arturo Capdevila, Manuel Gálvez y Eduardo Mallea, entre otros.

"Las divisiones políticas en la Argentina asustaron a Zweig; quedó muy decepcionado por la radicalización política argentina. Aunque Brasil estuviese en una cuasi dictadura, la cuestión política no era tan fuerte como en la Argentina, donde se la vivía con mucho fervor. Se retrajo. Tuvo una mínima participación en el congreso: no quería entrar en ese juego. Habló sobre cómo la política había hecho de su Europa un continente de odios, y dijo que los intelectuales no podían estimular esos sentimientos", explicó Dines.

De vuelta en Gran Bretaña, se abocó a escribir ( La piedad peligrosa , Conquistador de los mares: la historia de Magallanes ), terminó su matrimonio con Friderike, se casó con Lotte y se mudaron a Bath. Cuando Hitler ocupó Polonia, Zweig escribió en sus diarios que estaba convencido de que ése sería el comienzo de una guerra mucho mayor. Inició una intensa correspondencia con Alfredo Cahn en Buenos Aires y con Abrahão Koogan en Río. Con el avance alemán sobre Francia, ya hacía planes para abandonar Gran Bretaña; creía que si París era ocupada, los alemanes invadirían luego las islas británicas. Se decidió entonces a regresar a América del Sur y a escribir un libro sobre Brasil, que se convertiría en el célebre Brasil, país del futuro .

"La guerra no para de resonar en su cabeza. Tras la caída de Dunkerque (4 de junio de 1940), en su diario anotó que ya había comprado morfina. No dice para qué, pero es obvio que la idea del suicidio ya estaba instalada", indicó Dines.

Con su depresión a cuestas, el 21 de agosto de 1940, Zweig y su joven mujer volvieron a desembarcar en Río, pero por poco tiempo. Cahn le organizó una serie de conferencias en la Argentina y en Uruguay, con el título "La unidad espiritual del mundo". Pero el escritor seguía más interesado por el exuberante vecino, y en el consulado brasileño en Buenos Aires consiguió un permiso de residencia permanente en Brasil.

"Hubo acusaciones de que escribió Brasil, país del futuro comprado por la dictadura de Vargas. Pero Zweig era casi millonario, no necesitaba dinero. Él ya estaba fascinado por Brasil, pero si hubo algún trato con el gobierno brasileño, la moneda de cambio que a él más le servía era ese permiso de residencia en Brasil. Creía que pronto su pasaporte británico ya no tendría utilidad, cuando Gran Bretaña fuese ocupada por los nazis", destacó Dines.

Ya en Brasil, Zweig recorrió San Pablo, Minas Gerais, Bahía, Pernambuco y Pará para realizar sus investigaciones, y luego se instaló en Nueva York, para consultar varias bibliotecas estadounidenses. Ahí también comenzó a trabajar sin respiro en su libro de memorias, El mundo de ayer , que quería dejar como testimonio de su época.

Para su sorpresa, al volver a Río, Brasil, país del futuro fue pésimamente recibido por la crítica, aunque el libro se vendió muy bien. Se consideró bastante ingenua su valorización de la historia brasileña; afirmaba que la esclavitud en Brasil fue menos sangrienta que en Estados Unidos. En cambio, la sección económica del libro, realizada con la ayuda del empresario y académico Roberto Simonsen, presentó aspectos muy atractivos.

"Señaló la posibilidad de producir combustible a través de alcohol de caña de azúcar, porque Brasil no tenía petróleo en aquella época. Pero lo que es más destacable es lo que captó desde el principio su atención: la fusión de razas, el mestizaje. Vio blancos, negros, judíos, japoneses y árabes conviviendo en armonía. No hablaba de multiculturalismo, porque ésa es una palabra moderna, pero la idea está ahí. Lamentablemente esa cualidad el Brasil de hoy la está perdiendo, en parte por la expansión de la violencia y en parte por la falta de inversión en educación", opinó Dines.

Zweig quedó muy triste por la recepción del libro y sintió que debía alejarse un poco de la vida social de Río, por lo que se mudó con Lotte a Petrópolis, en la Sierra Fluminense. Fue un error; quedó muy lejos del mundo, aislado, y eso empeoró su depresión. A pesar de todo, allí Zweig escribió Novela de ajedrez , una pequeña obra maestra que relata la historia de un campeón de ajedrez que viaja en barco de Nueva York a Buenos Aires para disputar un campeonato y en la travesía marítima se topa con una enigmática víctima del nazismo. Quien lo visitaba regularmente en Petrópolis era la poetisa chilena Gabriela Mistral, por entonces cónsul de Chile en Río de Janeiro.

Tras la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial (8 de diciembre de 1942), se celebró en Río una conferencia interamericana de cancilleres, en la que, bajo la recomendación de Washington, toda América latina -salvo la Argentina y Chile- decidió romper relaciones con el Eje (28 de enero). Para Zweig entonces era inevitable que Brasil entrara en la guerra. Sus fantasmas se tornaron más inquietantes. Bajó a Río para ver el carnaval, que jamás había visto, y al volver a Petrópolis, el 18 de febrero, lo alcanzó la noticia de que un barco brasileño había sido hundido por un submarino alemán. Brasil se había metido de lleno en el conflicto bélico.

"La idea de suicidarse ya estaba en su cabeza desde hacía tiempo, pero los acontecimientos mundiales la hicieron madurar más rápido", opinó Dines, quien destacó que Zweig y Lotte pasaron los últimos dos días de sus vidas arreglando todo para el suicidio: 19 cartas de despedidas, la casa en orden, inclusive un paquete de libros prestados con una nota para ser devueltos...

El 23 de febrero, la casera de los Zweig los encontró muertos sobre sus camas, tomados de las manos.

Gabriela Mistral: "Era tierno como una criatura"

La despedida de la poeta chilena, íntima amiga de Zweig, en La Nacion

La dramática carta de Gabriela Mistral que más abajo reproducimos -enviada a Eduardo Mallea, que dirigía el suplemento literario de La Nacion, y publicada el 3 de marzo de 1942- revela detalles particulares, conmovedores y profundos sobre la muerte de Stefan Zweig, cerca de quien la gran poetisa chilena estuvo con tan devota frecuencia durante los últimos meses en la villa brasileña de Petrópolis. La belleza de estas palabras desgarradas hace de ellas la mejor despedida que una de las poetas más cotizadas de América podía tributar a esta naturaleza caída.

Eduardo Mallea: van adjuntas unas letras de hace días, donde hallará usted un recado de nuestroStefan Zweig. Yo no podía mandárselas hoy, 24 de febrero, sin añadirles unas palabras sobre el horrible día 23. Salí hacia Petrópolis a las once y media; mi bus ha debido pasar por la casa de nuestro amigo a mediodía: a esa hora él y su mujer agonizaban, allí, solos, sin que nadie supiese esa agonía. La criada tenía costumbre de que sus patrones durmiesen hasta las 10; no le extrañó mucho, al acercarse a la puerta hacia las 12, oír "la respiración del señor Zweig". Pero la pobre mujer solamente a las cuatro se decidió a abrir la puerta. Avisó a la policía; andaba tan trastornada que al recibir a un arquitecto francés que venía de visita, le contestó: "Sí, allí están; pero están muertos". La policía llamó al presidente del PEN Club, Dr. [Cláudio] De Souza, a quien estaba dirigida la carta del maestro para sus amigos y que tal vez usted ya ha leído. El doctor fue a comunicar personalmente la tragedia al presidente -quien ordenó hacer las exequias por cuenta del Estado- y avisó a la prensa de Río. Nosotros supimos la desventura por un telefonazo de M. Dominique Braga, a las nueve de la noche. Yo estaba recogida y oía sin entender este diálogo: "No puedo oírle, señor Braga; hable usted más alto. El teléfono está mal. No le oigo todavía. No le puedo oír". Y después: "¡Qué cosa tan horrible!" y el llanto no dejaba hablar a Connie [Saleva, secretária de G.M.], lo mismo que a M. Braga. Creí que se tratase de un accidente de auto y busqué entre mis amigos de Petrópolis. A cualquiera hallaba menos a ellos. Porque hacían la vida más quieta del mundo, y la más dulce en la apariencia y la más linda de ver.

Tenía tanto miedo de saber, amigo mío, tanto temor, que no quería preguntar. Connie subió llorando como un niño. Aquí los tres teníamos, más que el cariño, la ternura de ese hombre llano como una criatura, tierno en la amistad como no sé decirlo, y realmente adorable. Usted sabe con cuánta frecuencia nos veíamos, ¡ay! Con menos de la necesaria para haber sabido el secreto de ellos y haberlos ayudado, si dable era ayudarles, ¡Dios mío!

Salimos hacia Petrópolis con una sensación de sonámbulos que hacen cosas absurdas: saberlos muertos no era posible para nosotros, y muertos por suicidio, menos. La pequeña casa de columnetas, a media colina, a cuya puerta nos esperaba siempre, subiendo lentamente las escaleras, estaba guardada por la policía. Arriba hallamos al doctor De Souza y a su buena mujer, al presidente de la Academia de Petrópolis, a un grupo de hebreos, al editor brasileño de Zweig y a los consabidos corresponsales de la prensa nacional y extranjera. Nosotros seguíamos hablando y oyéndolo todo como sonámbulos.

Al fin entré en el dormitorio y estuve allí no sé cuánto tiempo sin levantar la cabeza. Yo no podía o no quería ver. En dos pequeños lechos juntos estaba el maestro, con su hermosa cabeza solamente alterada por la palidez. La muerte violenta no le dejó violencia alguna. Dormía sin su eterna sonrisa, pero con una dulzura grande y una serenidad mayor todavía. Parece que él murió antes que ella. Su mujer, que habrá visto ese acabamiento, le retenía la cabeza con el brazo derecho, y toda su cara estaba echada sobre la suya. Al ser separada de su cuerpo, ella quedó con brazo y mano torcidos y rígidos, y habrá que desgobernar el pobrecito cuerpo al ponerla en el ataúd. El rostro de ella estaba muy parecido. No habrá nada que me disuelva esta visión.

Tenía él 61 años; ella, 33. El decía siempre: "En años, soy más que su padre". Ella supo irse con él, dejando atrás la vida entera. La miré mucho rato en el ademán y en el prodigioso enflaquecimiento del veneno o de la angustia de la última hora: la de verlo muerto a su lado. Mantengo todo mi concepto cristiano sobre el suicidio, amigo mío, pero creo que él no me prohíbe sentir este desgarramiento por el amor de esa mujer hacia un hombre viejo a quien quiso con pasión y amistad. Lo cuidaba con un celo tal que no estaba lejos de él diez minutos: del aire frío, del mucho escribir, del mucho andar -que era su vicio único-, del desaliento: de todo lo guardaba. En mi país yo hubiese rogado que los sepultasen juntos, como a los Berthelot. Zweig dormía sin sueños, aliviado para siempre del tiempo y el mundo vergonzosos que fueron la ración de su vejez.

Mi asombro y el de cuantos lo tratamos aquí es inmenso. Hoy sólo puedo contarle nuestro penúltimo encuentro. Nos invitó a almorzar, añadiendo a nosotros tres a Hortensia Río Branco, que estaba en casa. Lo encontré un poco desmejorado, pero en un ánimo más alegre que otras veces. Le di la noticia de la venida de Waldo Frank, anunciada en la carta suya, y le participé mi proposición de que el amigo viniese a casa, a Petrópolis, para escapar del calor. Entonces ambos me dijeron que compartiríamos a Frank, quien podía pasar días con ellos, días conmigo. Así lo convinimos.

Contó riendo que él había dispuesto un almuerzo austríaco, desde la sopa hasta el postre. Y él lo sirvió, con su linda manera, que nunca se sabía si era de uno muy viejo o muy niño. Habló un poco de Bélgica con doña Hortensia, residente de media vida en ese país.

Luego salimos hacia la terraza, donde a él le gustaba trabajar, pero me detuvo al pasar por su escritorio para leerme una preciosa carta de Martin du Gard, el novelista. Leía y repetía frases y frases, haciéndome sentir el perfecto, el hermoso estado de espíritu de esta otra alma en prueba. Salimos a la terraza hablando de las gentes que están viviendo su tragedia sin la pérdida de una pizca de decoro y de elegancia en la conducta. Entonces me dijo, mirándome de un modo particular y recalcándome las palabras: "Habría que decir lo peligroso que es en América comenzar una persecución de los alemanes; sé que hay algunos signos de eso, y me alarman mucho". Lo tranquilicé, asegurándole que no habrá inquisición, ni cosas parecidas a las débauches sangrientas de Europa, en nuestros pueblos. Y entramos en una larguísima conversación sobre el indio, el negro y las gentes cruzadas. Le oí una alabanza conmovida de los misioneros portugueses. Yo había procurado antes interesarlo en los misioneros del Continente como asunto para un libro suyo que podría ayudar mucho a nuestros indios. Celebró la bondad del negro, "que es una sola cosa -dijo- con su alegría". Añadió lindas observaciones del temperamento brasileño en la piedad y el equilibrio pasional. De la gente pasó a la tierra, y me pidió caminar con él por los alrededores de nuestra ciudad, lo cual le prometí. Él me creía entendida en plantas, sólo por haberme visto cultivar un pedazo de jardín de la casa? "Gabriela Mistral -me dijo-, yo tengo este deseo que me va a conceder. Conversaremos mejor de todo esto andando por la tierra rural."

Hace unos diez días de todo esto: trato de recordar con mucha precisión la parte referente a Frank y la última, porque son dos compromisos que él se hacía y que nadie le había solicitado. Estoy cierta de que no me engañaba -¡para qué!- y de que no pensaba matarse.

Poco después me habló por teléfono para preguntarme si yo iría a una recepción oficial de la Prefectura (o Gobernación) de Petrópolis, pues él tenía la invitación, pero no la compañía. Allá fuimos y estuvo a gusto, a pesar de lo poco que le agradaba la vida mundana.

No creo en las conjeturas que se hacen sobre la situación económica del maestro Zweig. Su editor las desmintió rotundamente anoche, a dos pasos del muerto. Las grandes ediciones suyas lanzadas por la mayor editorial yanqui, más algunos artículos pedidos de los Estados Unidos, podían asegurarle a lo menos unos años de un bienestar modesto, pero suficiente. Por otra parte, no puede ni imaginarse un momento de extravío o de locura: escritor más sensato, más dueño de su alma, menos delirante (a pesar de haber descripto como nadie el delirio), no puede tal vez encontrarse en nuestra generación. Pienso, sin pretensión de adivinar, que las últimas noticias de la guerra lo deprimieron horriblemente y en especial el comienzo de la guerra en el Caribe, el hundimiento de barcos sudamericanos. ¡Ay! ¡Había visto llegar así la guerra a tantas costas! Habrá que añadir su última información: la de los sucesos del Uruguay. También eso se parecía de un modo tremendo a lo visto en Europa, duela o no duela confesarlo. Estaba harto de horror, no podía ya más.

Amigo mío: ya sé que los fáciles dirán para condenar -y hasta algunos estoicos- que Zweig se debía a nosotros y que su escapada de la tragedia común es una gran flaqueza. Y mucho más se dirá. Hablarán de su falta de fe en lo sobrenatural y acaso de la famosa cobardía israelita.

Yo me quedo esperando su autobiografía, escrita aquí mismo, en nuestro Petrópolis, que él amaba tanto como yo. Porque no sabemos todo lo que este hombre padeció desde hace unos siete años, desde que el escritor alemán fiel a la libertad pasó a ser bestia de cacería. Su sensibilidad superaba a la mostrada en sus libros: era una sensibilidad femenina, en el mejor sentido del vocablo; habría que decir "inefable". Cuando hablábamos de la guerra, yo seguía en su cara, punto a punto, su corazón en carne viva e iba midiendo lo que yo podía decir, lo cual no me ha ocurrido con ningún hombre de letras. Y no era que perdiese en momento alguno su control riguroso; era que los hechos brutales, o simplemente penosos, no parecían ser oídos, sino tocados por él en el mismo instante en que los escuchaba y le caía al rostro una tristeza sin límites que lo envejecía de golpe. (Usted recuerda la juventud de su aspecto; toda ella desaparecía en cayendo la guerra en la conversación.) Su repugnancia de la violencia era no sólo veraz; era absoluta.

Le importaban todos los pueblos y se había apegado muchísimo a los nuestros. Estuvo a punto de irse a Chile, por una invitación de Agustín Edwards; se quedó en Brasil y lo sirvió con un libro ejemplar sobre territorio, historia y pueblo. Halló los Estados Unidos demasiado recios o duros, no sé. Prefería el sur porque, además, necesitaba de mucha dulzura de clima el hombre de sesenta años.

Su melancolía más visible era la pérdida de la lengua materna. En su primera visita a esta casa me dijo que nada del mundo podría consolarlo de no volver a oír en torno suyo el habla de su infancia. "Esto -dijo- es lo único irremediable." Él esperaba entonces con certidumbre cabal la caída del hitlerismo; pero ya había comprado una casa en Inglaterra y posiblemente, como muchos desterrados, pensaba que al regresar llevaría las heridas de un dictador, y además las de los seudo amigos que traicionan o que consienten. Su sobriedad para juzgar a su patria me pareció completa; jamás un denuesto, ni siquiera un vocablo castigador; su continencia verbal formaba parte de su hidalguía. (El tipo de nariz no era judío; mejor recordaba al español, inglés o francés).

No pudimos hacer nada por él, aparte de quererle en esta casa los tres, porque era lo más natural del mundo el tenerle no sólo admiración, sino una ternura conmovida.

¡Ay! Que no remuevan los creyentes estos huesos de doble fugitivo y renuncien al ejercicio fácil de dar una lección sobre un muerto que deja empobrecida a la humanidad, y en todo caso a los mejores. En él había miel de Isaías, también llama paulista, también ambrosía de Ruth.

Adiós. G. M.

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